A mi madre, Hilda, que me enseñó a pensar en grande desde la infancia.
A mi padre, Antonio, que me enseñó el valor del trabajo, de la ética y de la integridad.
A mi querida esposa, Vânia, que ayudó a transformar un desempleado en un empresario.
A mis hijos, que amplían mi capacidad de soñar cada día. A los misioneros mormones, que me enseñaron inglés en la adolescencia.
A todos los alumnos, profesores y amigos franquiciados, por ser una constante fuente de inspiración y motivación para esta obra.